Con aprecio y admiración para mi amigo Francisco Ramos Aguirre, cronista de Ciudad Victoria, Tamaulipas.

Virgen de Guadalupe con las cuatro apariciones. Nicolás Enriquez (1773)
El escándalo estalló el 2 de septiembre de 1896. No era para menos. Por primera vez un obispo católico mexicano rompía con la Iglesia Católica Apostólica y Romana. Ese miércoles el periódico El Universal publicó la carta en que el prelado de la diócesis de Tamaulipas, Eduardo Sánchez Camacho, anunció su ruptura con el papado y reiteró su rechazo a la legendaria aparición de la Virgen de Guadalupe en el cerro del Tepeyac. La noticia conmovió a la opinión pública. En las semanas siguientes los periódicos publicaron cartas de apoyo y elogios a Sánchez Camacho por tan radical decisión. Al mismo tiempo, algunos clérigos, obispos entre ellos, y publicistas católicos emprendieron una campaña de impugnaciones y desprestigio contra el dignatario. En octubre los obispos mexicanos llamaron a realizar actos de desagravio en la Basílica de Guadalupe por las supuestas ofensas infringidas por el obispo y sus simpatizantes. En realidad el diferendo había iniciado hacía varios años y era expresión de las tensiones entre el Estado mexicano y la Iglesia Católica, de los juegos de poder al interior de ésta, así como del temperamento y dudas existenciales del prelado.
El obispo de Tamaulipas, nacido en Hermosillo, Sonora, se distinguió por sus ideas diferentes a las del resto del episcopado mexicano. Ante el conflicto entre la Iglesia y el Estado mexicano que caracterizó al siglo XIX se pronunció en favor de la supremacía del segundo. Incluso, consideró la idea de fundar una iglesia católica mexicana en el marco de la Constitución liberal de 1857. Es decir, que no creía necesaria ni conveniente la subordinación al papado romano que, además, por esa época estaba empeñado en afianzar su autoridad sobre el clero mexicano. Sus ideas heterodoxas se reflejaron también en su práctica pastoral y en su vida privada regida por una moral que no se apegaba del todo a la prédica católica.
El gobierno encabezado por Porfirio Díaz se caracterizó por promover cierto entendimiento con la Iglesia Católica. En ese tenor, en marzo de 1896, llegó al país Nicola Averardi en calidad de enviado extraordinario, delegado y visitador apostólico del Papa León XIII. Una de las instrucciones que portaba era investigar las acusaciones llegadas a Roma de que Sánchez Camacho no era un modelo de virtud clerical ni obispal. Un año antes cuatro sacerdotes de Tamaulipas habían enviado una carta a Roma en que acusaron a su obispo de avaro, alcohólico e inmoral. Manifestaron que trataba de manera irrespetuosa e injusta a clérigos y feligreses, que cobraba demasiado por los servicios religiosos y que no administraba adecuadamente su obispado. A consulta expresa, el arzobispo de Linares-Monterrey, Jacinto López y Romo, suavizó las imputaciones, pero no las negó. De modo no tan discreto, Averardi consultó a clérigos y seglares, amigos y detractores del obispo de Tamaulipas. Las averiguaciones no sólo ratificaron los señalamientos, sino que sacaron a la luz otras conductas poco convencionales del prelado. Algunos informantes mencionaron que solía hablar mal del Papa; además, tenía bajo su techo a dos jovencitas de Guadalajara, cuya cercanía y trato hacían sospechar alguna relación ilícita.
La controversia guadalupana
Para cerrar las diligencias, el 28 de mayo de 1896, el enviado apostólico citó al obispo de Tamaulipas en la Ciudad de México. Para entonces éste ya estaba alertado de las acusaciones y averiguaciones en su contra. Como suele ocurrir, la versión que recibió no era la más fiel a la verdad, pues le aseguraron que Averardi traía la instrucción papal de destituirlo del obispado. En ese ambiente de suspicacias, creyó que su llamado a la capital del país tenía como propósito comunicarle su remoción. Por consiguiente, el 31 de mayo escribió dos cartas: una para Averardi y otra para León XIII. En la primera se rehusó a acudir a la cita, alegando problemas de salud, insuficiencia de dinero y carencia de ropa apropiada. En la segunda presentó su renuncia y solicitó al Papa que le indicara a quién debía de entregar la diócesis. Es evidente que el llamado fue el detonante de su dimisión voluntaria para evitar la humillación de una imaginada destitución. Averardi sintió alivio cuando recibió las cartas. Como informó a su superior, el cardenal Mariano Rampolla, creía que Sánchez Camacho debía de dejar la mitra, pero deseaba evitar un conflicto mayor. Así que la renuncia no solicitada le pareció el más feliz desenlace. No imaginaba los pesares que le aguardaban.
Una de las estrategias de la Iglesia Católica para enfrentar la modernidad liberal secularizadora consistió en promover el culto a la Virgen María. En ese tenor, en 1854 se instituyó el dogma de la Limpia Concepción, es decir, la creencia de que María habría nacido sin la mancha del pecado original. En México el conflicto entre la Iglesia y el Estado fue un incentivo para promover dicha devoción, así como la coronación de las imágenes marianas, privilegio pontificial reservado para las que cuentan con una larga tradición, extendido afecto y fama de milagrosas. Así, en septiembre de 1886 los arzobispos de México, Guadalajara y Michoacán solicitaron anuencia al Papa para coronar la imagen de la Virgen de Guadalupe. La autorización se obtuvo en febrero del año siguiente, sin embargo, ese triunfo del clero católico tuvo consecuencias no previstas ni deseadas.
El proyecto para coronar a la guadalupana entusiasmó a los obispos mexicanos, menos a Eduardo Sánchez Camacho. Cuando se enteró de la solicitud al Papa, escribió a los arzobispos para hacer notar la existencia de “graves razones contrarias” a la coronación y sugerir la reunión de un concilio de los obispos del país para tratar el asunto, propuesta que no fue atendida. En abril de 1887, cuando ya se contaba con la aprobación papal, en una carta pública reiteró su postura. Además, en sus conversaciones públicas y privadas manifestó que no creía en el carácter milagroso de la aparición de la imagen; consideraba que la coronación equivaldría a validarlo como tal y que la Iglesia no debía de suscribir tales juicios. El rechazo a la creencia en la aparición no constituía novedad. Era casi tan antiguo como el culto a la guadalupana y no pocos clérigos lo compartían. Para el siglo XIX era común que intelectuales y publicista liberales escribieran abiertamente contra la idea de la aparición y la devoción misma. La novedad y escándalo emanaban de la investidura episcopal de Sánchez Camacho. El estruendo de la polémica llegó hasta Roma. La Congregación Universal de la Inquisición, presidida por el Papa, reprendió severamente al incrédulo obispo “por su modo de obrar y hablar contra el milagro.” Por consiguiente, en carta del 10 de agosto de 1888, el obispo de Tamaulipas se retractó en estos términos: “revocamos, anulamos y rompemos todos nuestros escritos en que se haya dispuesto, expresado, entendido o podido entenderse algo contra el milagro o apariciones de Nuestra Señora de Guadalupe.” Parecía que la tormenta había escampado.
La coronación se había dispuesto para el 31 de diciembre de 1887, pero se aplazó, probablemente como resultado de la polémica entre aparicionistas y antiaparicionistas. Finalmente, se realizó con gran pompa el 12 de octubre de 1895, sin embargo, la controversia prosiguió durante los siguientes años. En ese ambiente ocurrió un evento que reavivó las pasiones y sacó al obispo Sánchez Camacho de su obligado mutismo. Durante el primer semestre de 1896 se publicó la “Carta acerca del origen de la imagen de Nuestra Señora de Guadalupe”, del reputado historiador Joaquín García Icazbalceta. El documento había sido escrito en 1883 a petición del arzobispo de la Ciudad de México, Pelagio Antonio Labastida y Dávalos, para elaborar un dictamen y autorización para publicar un libro acerca de las debatidas apariciones. García Icazbalceta, ferviente católico, accedió a la solicitud con la condición de que su texto no fuera publicado. Pese a ello, entre un reducido grupo de personas circularon algunas copias en latín y fragmentos en español. Para 1896 hacía dos años que el historiador había fallecido. Quizá ello animó a alguien a filtrar el documento para su impresión y publicación, presumiblemente el sacerdote Vicente P. de Andrade, canónigo de la Colegiata de Guadalupe, conocido por su postura antiaparicionista.
Con minucia y rigor García Icazbalceta hizo notar que no existe ninguna evidencia documental que avale la aparición divina de la imagen de la guadalupana. Sin embargo, se declaró ignorante en materia teológica, por tanto, como católico convencido, acataría el fallo que la máxima autoridad de la Iglesia emitiera. También advirtió que, en virtud de que la creencia en la aparición milagrosa no es un dogma de fe, no incurre en pecado o falta quien tenga opinión diferente. Como sea, la carta fue celebrada por los antiaparicionistas y motivó la reacción de los creyentes guadalupanos.
Un participante en la polémica fue el obispo de Yucatán, Crescencio Carrillo y Ancona, quien en agosto de 1896 envió una carta al arzobispo de la Ciudad de México, Próspero María Alarcón. Adujo que, pese a su solidez histórica, el texto de García Icazbalceta no era antiaparicionista, debido a que el autor reconocía que no estaba versado en asuntos teológicos. Para reforzar su argumento, hizo pública una carta privada que el historiador le había enviado en 1888 en que reconocía el principio de que Roma loquuta causa finita, es decir, si “Roma ha hablado, el caso está cerrado”. Estaría reconociendo así que el saber teológico estaba por encima del histórico. Una manera nada científica de finiquitar una controversia religiosa. Dicha carta era la respuesta a una consulta de Carrillo acerca del sentido en que convenía interpretar la censura de la Inquisición contra Sánchez Camacho. Algunas personas opinaban que la reprensión había obedecido a la crítica del obispo a la devoción guadalupana y no a su postura antiaparicionista. Carrillo creía que la amonestación constituía, también, una validación del carácter milagroso de la aparición. Para este hombre de fe Roma había hablado y le era suficiente. La conclusión de este silogismo era que la retractación de Sánchez Camacho había sido también una renuncia a su convicción antiaparicionista, inferencia que éste no estaba dispuesto a admitir. Siguió un altercado público entre estos obispos. Recordemos que para esa fecha, Sánchez Camacho había enviado su renuncia a Roma y estaba en espera de la respuesta, es decir, que aún gozaba de su investidura, aunque ya había tomado la drástica decisión de romper con Roma. Probablemente ya no se sentía obligado a suscribir las opiniones de los demás obispos mexicanos ni del Papa. Nada le impedía cruzar su Rubicón.
Dos días después de la publicación del texto de Carrillo, el obispo de Tamaulipas escribió su incendiaria carta. Afirmó que los ataques personales en su contra, la coronación de la imagen guadalupana y su renuncia al episcopado lo habían animado a “[…] continuar con la tarea de quitar engaños que perjudican a la verdad y a la sociedad”. Su retractación de 1888 había obedecido al deseo de no incurrir en rebeldía ni cisma, “[…] mientras se veían mejor las cosas, y quedando libre para pensar y opinar como me pareciera en ese mismo punto de la aparición.” No había sido una renuncia a sus convicciones. Desde su punto de vista la creencia en la aparición de la imagen carecía de fundamento histórico y atentaba contra la razón. Sólo podía ser sustentada por personas ignorantes; por consiguiente, era poco probable que las ilustradas lo hicieran. Si éstas no manifestaban su escepticismo, sería, insinuó Sánchez Camacho, por temor a la Iglesia o por vivir de ella. En suma, escribió: “Juzgo que hay un corto número que cree sinceramente en la aparición del Tepeyac, y debe respetarse su candor y sencillez; pero no detenerse por ese respeto en enseñar a esos mismos la verdad”.
Sánchez Camacho estaba convencido de la superioridad de la razón sobre la fe y de la ciencia sobre la teología. Sólo la ignorancia y la hipocresía sustentarían la creencia en las apariciones divinas de la guadalupana. La primera podría atenuarse mediante la educación, no obstante, enfrentaría un obstáculo biológico. Como muchas personas de su época, el obispo compartía el prejuicio seudocientífico de la existencia de “razas” superiores e inferiores. De ahí que sostuviera la presencia de una limitación intrínseca en los indígenas mexicanos para comprender las verdades de la ciencia y los inclinaba a abrazar las supersticiones. Por consiguiente, apuntó, la postura aparicionista del obispo de Yucatán obedecía a la sangre maya que corría por sus venas. Creía que los indígenas adoraban a la guadalupana porque veían en ella a Tonantzin y no a la madre de Jesucristo, en consecuencia, les tenía sin cuidado el debate acerca del carácter milagroso de la aparición. El resultado no haría mella en su fe ni modificaría sus prácticas religiosas.
En las semanas que siguieron a la publicación de la polémica carta de Sánchez Camacho, se escucharon y leyeron abundantes opiniones en favor y en contra del dignatario. Guillermo Prieto, el célebre escritor liberal, le felicitó porque en el texto “[…] se distingue la creencia del abuso, y el dogma del tráfico y la superchería de la tradición histórica haciéndose presente que siendo bueno y perfecto cristiano, puede no creerse ni en la Aparición de la Virgen de Guadalupe, ni en la farsa de la Coronación, ni en Juan Diego […]”. Alguien que firmaba como Juan Huss, escribió que “el obispo de Tamaulipas es como debieran ser todos los frailes, desde el Papa hasta el cura Tortolero: no cree en brujas, ni apariciones de santos y respeta al sentido común y a las leyes establecidas por la sociedad. No se preocupa por la excomunión del Vaticano y predica la verdad, a semejanza del Redentor del mundo.”
El domingo 13 de septiembre se distribuyó en los templos de la Ciudad de México y de algunas otras ciudades del país, una lista de personas que, supuestamente, negaban la aparición de la Virgen de Guadalupe. En tono condenatorio, encabezaba la lista Eduardo Sánchez Camacho seguido de Ignacio Montes de Oca, obispo de San Luis Potosí; y Joaquín Arcadio Pagaza, obispo de Veracruz. La completaban Vicente P. de Andrade, canónigo de la Basílica de Guadalupe; Melesio Vázquez, secretario del Arzobispo de México; Antonio Paredes, párroco de la Soledad; Antonio Izaca, párroco de Santa Catarina; Manuel Solé, vice-cancelario de la Universidad de México; fray José María de Jesús, carmelita descalzo; José María de Agreda y Sánchez, conde de Agreda; Rafael Ángel de la Peña, académico; y, finalmente, “Satanás que capitanea a todos los que no admiten la Aparición”. Tres días antes los obispos mexicanos habían dispuesto que, en acto de desagravio, el 12 de octubre, primer aniversario de la coronación, se celebrara con solemnidad, se recibieran los sacramentos, se realizaran ejercicios piadosos y obras de penitencia.
Sánchez Camacho escribió a los arzobispos y obispos, reunidos a propósito del Quinto Concilio Provincial mexicano, al cual ya no acudió por estar en espera de la persona designada para realizar la entrega de su diócesis. Los exhortó a promover el culto a la virgen sin incitar la creencia en la aparición. De ese modo no causarían escándalo, pues los creyentes lo eran de buena fe, aunque poco entendían a causa de su ignorancia. No deberían temer la autoridad papal, pues no contrariarían un dogma de fe. Si continuaban fomentando la leyenda, las personas ilustradas que no creían en ella podrían alejarse de la Iglesia. Tampoco deberían temer que él promoviera cisma alguno. Fue su último escrito oficial como obispo. En octubre hizo entrega formal de su diócesis y se retiró a “[…] vivir sólo y olvidado en un rincón o barranca de la sierra para dedicarme a cultivar la tierra y la cría de ganado a fin de atender mis necesidades personales.”
En los años siguientes la persona y opiniones de Eduardo Sánchez Camacho continuaron siendo motivo de controversia. La vida del exobispo apóstata transcurría entre su Quinta del Olvido, ubicada en las orillas de Ciudad Victoria, y una finca rústica, que llamaba también del Olvido, situada a varios kilómetros de esa ciudad, en una desviación de la carretera a Tula, Tamaulipas. Desde ellas escribió al menos tres opúsculos en que reiteró su ideas políticas y religiosas: defendió la primacía del Estado sobre la Iglesia Católica, condenó la lealtad de los clérigos mexicanos al Papa y su insubordinación ante el gobierno de México; fustigó al Papa mismo y a los obispos por su suntuoso estilo de vida y, sobre todo, por promover supersticiones entre sus fieles. Incluso criticó las normas sexuales impuestas por el Vaticano, que calificó como […] tiránicas, y que proceden de la inmoralidad de los sacerdotes y tiranos, que han querido monopolizar el uso del sexo, reprimiéndolo en los demás, contra las leyes naturales.”
De modo más extenso, franco y agresivo que en escritos anteriores Sánchez Camacho criticó las peregrinaciones a la Basílica del Tepeyac, que se volvieron tradición a partir de 1895. Las consideró como “[…] la parte más inmoral de los ejercicios religiosos, sea cual fuere la religión que se profese, pero esa inmoralidad es mayor en las peregrinaciones de los romanistas.” Es decir, de los católicos fieles a Roma. Desde su punto de vista, el culto mariano constituía ya una herejía, en virtud de que relega a dios a un segundo plano. Sostuvo que si la validación episcopal del carácter milagroso de las apariciones guadalupanas acrecentaba dicha incongruencia, las peregrinaciones la volvían absurda. Estaba convencido de que la imagen guadalupana había sido pintada en el siglo XVI por el indígena Marcos Cipac o de Aquino; que la narración conocida como Nican Mopohua, “historia oficial” de las legendarias apariciones, era una comedia escrita por Antonio Valeriano; alegoría que no debía entenderse de modo literal. Como es evidente, confiaba más en la ciencia histórica que en la teología y la tradición. Despreocupado ya de la censura papal, no dudó en llamar “muñeca” y “mona” a la imagen de Guadalupe; y al lienzo que la soporta, simple “trapo viejo”. La creencia y culto a la misma no serían más que superstición e idolatría. El polémico obispo apóstata murió el 14 de diciembre de 1920 -en más de un sentido- en El Olvido.
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Sugerencia para citar
Hernández Jaimes, Jesús, “Los motivos de un obispo antiguadalupano. Eduardo Sánchez Camacho y la polémica de 1896 sobre las apariciones del Tepeyac”, en Estante Abierto. Revista electrónica de historia y política, diciembre de 2020. [Consultado el día/mes/año] estanteabierto.com
Muy ilustrativo como este obispo se fue apartando de la verdadera Iglesia y quiso promover su verdad. ¿Qué pensaría hoy en día que se han descubierto las imágenes en los ojos de la Virgen? Es cierto que no hay seguridad en las apariciones, solo tenemos la imagen milagrosa en ese trapo en que ningún pintor la habría pintado. Dios no quiere que dejemos de tener fe. Es muy sorprendente lo que esa imagen de la Virgen produjo no solo en América, la conversión de millones de Indios, sino también en Europa con la victoria en la batalla de Lepanto. Puede que la imagen haya sido repintada, añadiendo el ángel y la luna, pero la Virgen misma es autentica y la historia que se cuenta en el Nican Mopohua es tan bonita como el evangelio: Dios escoge a lo pequeño para mostrarnos al mas grande, Jesucristo.
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